jueves, 18 de septiembre de 2014

La posibilidad o Crónica de lo que nunca ocurrió

Este cuento es mío y hago lo que quiero con él. Así de corta.

Apenas lo supo corrió, pero discretamente, para que nadie lo sospechara. Corrió, eso sí, al día siguiente. 
Casi no durmió pensando en las posibilidades. Pensó en cómo entraría, cómo lo pediría, qué haría luego, pero sabía que, por más que lo pensara, resultaría diferente.
Se levantó tarde; se bañó. Se hizo desayuno pausadamente, con fingida despreocupación, aunque no había nadie que pudiera notarlo; lo llevó a la mesa y se sentó a comer, mientras se maquillaba cuidando cada detalle, tratando de retrasar la partida.
Al salir de su casa caminó a ritmo normal, aunque en su mente se tejían mil historias acerca de aquello que iba a hacer. Llegó en bus hasta la avenida y después tomó el metro, Línea uno, la misma estación de siempre. Subió los escalones en silencio; iba sola, escuchando la misma canción una y otra vez: Padam, padam, padam...
Trató de pensar en algo, ¿qué sería? Sus decisiones, sus promesas, las circunstancias que la habían llevado a enterarse de aquello, por qué acudía. Frunció el ceño y apagó la música. El aire en la calle estaba frío y sintió que al fin pudo respirar, como si el metro la ahogara. Vio personas, que le parecieron apenas figuras recortadas contra los muros, el cielo, las calles. Pensó que ellos sabían a dónde iba y lo que iba a hacer, pero después pensó en que eso era imposible porque nadie conocía sus pensamientos, ¿cierto?
Entró. La atmósfera era diferente allí dentro y había un número inusual de personas examinando los estantes. No contaba con eso y se paralizó. Miró a un lado y a otro. ¿Dónde estaría? Resolvió caminar directamente al mesón y pedirlo. Tiempo después pensó que podría haberlo tomado ella misma, pero se dio cuenta de que pensó tanto en el asunto que no resolvió nada y por eso quedó paralizada cuando las cosas no eran como ella esperaba, al menos la parte que sí había pensado.
Un segundo eterno entre la puerta y el mesón. Recordó el momento fatídico en que lo supo. "Ya está a la venta" rezaban los carteles. Vio al Aleph en el mundo y el mundo en el Aleph, y la comparación entre aquello y lo que esperaba le dio risa. ¿Cuántos Joyce ha habido en el mundo? Solo uno y se tranquilizó con ese pensamiento. Al siguiente segundo se acercó al mesón y lo pidió. ¿Por qué lo pidió? Podría haberlo tomado ella misma... En fin.
El vendedor fue a buscarlo con un dejo de extrañeza en el rostro, lo que hizo aumentar su sensación de parálisis. Mierda- pensó, pero su boca atinó a articular nada. Cerró los ojos con cansancio al cuarto segundo -ya que el tercero lo ocupó en solicitar el objeto- y al cabo del sexto o séptimo regresó el hombre del mesón. El sitio del vendedor estaba ocupado con una mujer que hacía las cuentas, así que le tocó esperar un poco más. Su cabeza daba vueltas pensando en la posibilidad que el objeto significaba. Pagó. La boleta quedo mal hecha así que el vendedor hizo otra y se la entregó, junto con el vuelto y el objeto. Miró la hora con impaciencia, como pensando en otra cosa, pero su mente estaba fija en el hecho de tener en objeto en su poder, que guardó en la mochila mientras bajaba de vuelta al metro. Hizo combinación y se bajó en una estación de la Línea cinco que le traía malos recuerdos. En el vagón, metió la mano en la mochila y lo sacó, lo observó, lo abrió. Tardó en darse cuenta de que su cara expresaba todo lo que estaba sintiendo y no le importó. Se sintió observada y le dio risa. Cuando el metro frenaba lo guardó nuevamente, se bajó, subió las escaleras. Ya en la calle fue a unas cuantas partes, hizo trámites; fue a comer.
De vuelta en su casa, al cabo de algunas horas, actuó con normalidad. Habló con su madre, con sus perros y con el Universo. Cuando estuvo desocupada se llevó la mochila a la pieza y sacó todo lo que había en su interior. Puso el objeto sobre la cama desordenada y lo observó, como a un desafío. Al rato sintió los pasos de su madre por el pasillo y lo metió en la repisa, junto a otros de su clase. Ya por la noche, lo miro desde la cama, acostada como estaba y se durmió.
Los siguientes días no le prestó atención, incluso viajó y lo dejó en su casa. Al regresar, después de algunos días, casi había olvidado que lo tenía. Con la tranquilidad que otorga la distancia, se sentía más alegre que ansiosa de tenerlo, y cuando pudo entrar a su pieza lo primero que hizo fue revisar la repisa y ahí estaba, donde ella lo había dejado. Los días siguientes se decidió a abrirlo. El libro era de mediano tamaño, de una cantidad suficiente de páginas y sin dedicatoria, lo que a su parecer ya andaba mal. Pasó las páginas y leyó hasta los datos bibliográficos. Siguió a la introducción que le pareció pomposa y rimbombante, una maravilla, y luego al libro en sí. Pasó los capítulos con una ansiedad creciente. Buscó frenética en cada línea algo, una frase, lo que fuera dedicado a ella, ni más ni menos. Llegó al final y no había nada. Quedó paralizada.
Al menos podría pedir que se lo firmara, algún día.

Por ejemplo.

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