martes, 14 de abril de 2015

Bruja

Generalizar es malo, según dicen, pero creo no estar tan lejos de la verdad al pensar que la mayoría de las niñas quieren ser princesas. Repentinamente recordé algo de mi niñez: mi mundo inventado. Claro, yo inventé un mundo propio quizás porque me di cuenta de que era diferente, y así podía justificar mis pensamientos, tan distintos. Pero en mi mundo yo no era una princesa, sino que una bruja. Al llegar a casa por las tardes pasaba cierto tiempo inventando nuevas historias que contarles a mis compañeras, que se las creían de punta a cabo. Inventé que era parte de una comunidad de brujos, todos tan niños como yo, y que todas las noches nos íbamos a un lugar lejano, un pueblo mítico que se encuentra en Estados Unidos cuyo nombre es Salem (lo siento, la influencia no se puede negar); un pueblo que existe en la actualidad al que se le ha colgado el mote de ser tierra de brujas, al igual que Salamanca y Talagante en nuestro país, y aunque entonces los conocía como tales, no los usé, pues reconocía las limitaciones culturales de los otros niños, y también porque decir que estaba en Estados Unidos era más entretenido y misterioso. Allí nos reuníamos a compartir con nuestros amigos y a aprender magia, claro, éramos brujos que nos teletransportábamos al otro lado del mundo sólo por las noches, momento en el que nuestros poderes funcionaban, de ahí que no pudiera hacer demostraciones en el colegio, lo que sólo aumentaba el misterio.
En ese tiempo también nos dio a todos con el ocultismo, a escala de niños, donde nos contábamos historias de terror en un lugar del colegio que estaba embrujado –según generaciones y generaciones de alumnos antes que nosotros-, lo que sólo nos daba más miedo, y que quedaba al lado del camarín de niñas dentro del gimnasio, una escalera que bajaba a un subterráneo debajo del escenario del colegio, oscura, polvorienta y antigua: especial para asustar… En fin.

Eso creaba el ambiente perfecto para que mi historia fuera creíble, hasta casi adquirir vida propia. Más de alguien quiso unírseme, pero lo rechazaba con el pretexto de que yo no les elegía, que alguien más lo hacía, mientras seguía en aquella comunidad ficticia. Allí había una niña –según yo-, que era igual a mí y se llamaba algo Del Rosario, no recuerdo su primer nombre. Un día ella fue en vez de mí al colegio. Era cuarto básico, tenía algo así como diez años, un tiempo turbulento en que las amistades se afianzan o mueren, y me quedaba una amiga que con el tiempo también perdí. Era el momento perfecto para que la otra apareciera en el colegio a dar fe de mi imaginación. Y lo hizo. De repente se me escapó y comenzó a hacer de las suyas, a llenarle la cabeza de cuentos a mi amiga y a quien quisiera escucharla. Yo moría de risa por dentro.

Un día, ya no fui más al aquelarre, pero en cierto modo no lo necesité: había hecho suficiente magia por toda mi niñez.

A veces quiero volver, y pienso ¿para qué? Si, de todas maneras, en el cuento de hadas que todos viven yo jamás fui la princesa, siempre fui la bruja: las princesas se convierten en reinas o esclavas, y las brujas siempre son brujas.

El tiempo de los cuentos ya pasó, pero me quedo con la convicción de que puedo crear mi propio mundo, ya no en la ficción, sino que en la realidad. Hoy sé que la magia existe porque la veo en todas partes: en un gesto, en una palabra, en una mirada; en la salida del sol y en el paso de las horas. Ahora soy adulta, pero una bruja siempre sigue siendo bruja, aunque crezca y vaya a la universidad.
Y se peguen el viaje de la vida. Bueno, es la Nekyia xD

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